Cuando pensamos en crecimiento económico, muchas veces lo vemos como un tema exclusivo para economistas, empresarios o gobiernos. Es algo que sucede “allá afuera”, en oficinas, mercados o reuniones políticas. Sin embargo, si miramos con atención, nos daremos cuenta de que el crecimiento económico no es solo un tema de números, es un asunto profundamente humano. Y donde hay impacto humano, la iglesia no puede estar ausente.
El crecimiento económico no se trata solamente de que un país tenga más dinero o que una ciudad tenga más edificios. Se trata de mejorar la calidad de vida de las personas. Se trata de que más familias puedan comer bien, de que más jóvenes puedan estudiar, de que haya menos violencia porque hay más oportunidades. Cuando una economía crece de forma justa, la dignidad humana florece. Y cuando eso ocurre, el corazón de Dios se refleja en medio de la sociedad.
La iglesia, entonces, no está fuera de este escenario. Al contrario, si su llamado es cuidar de las personas, luchar por la justicia y reflejar el carácter del Reino de Dios, debe estar profundamente conectada a lo que sucede en la vida económica de su entorno.
No se trata de que las iglesias se conviertan en bancos o incubadoras de negocios (aunque algunas pueden hacerlo), sino de que adopten una mentalidad de responsabilidad comunitaria, más allá de alimentar a los desamparados. Muchas congregaciones están llenas de profesionales, emprendedores, trabajadores, jóvenes con ideas, y familias con necesidades. La iglesia es, en muchos casos, una red social viva que puede facilitar conexiones, mentorías, educación, valores de trabajo y solidaridad que son fundamentales para que una comunidad prospere.
Además, cuando una iglesia se involucra activamente en la promoción del bienestar económico de su ciudad —ya sea capacitando, apoyando, conectando o simplemente motivando a soñar y a construir— está cumpliendo su misión del Reino. El Reino de Dios no es solo salvación de almas, es restauración de todas las cosas. Y eso incluye la economía.
En la Biblia vemos a José como administrador de recursos en Egipto para evitar una crisis de hambre. A Nehemías como un líder reconstruyendo ciudades. A mujeres emprendedoras que financiaban el ministerio de Jesús. A Pablo enseñando sobre trabajo honesto como forma de testimonio. El Reino ha estado siempre vinculado a la vida económica, no como un fin, sino como un medio para la justicia, la generosidad y la transformación social.
En tiempos de crisis, muchas iglesias se convierten en centros de ayuda. ¿Por qué no también en tiempos de oportunidad, convertirse en centros de desarrollo? Una iglesia que enseña sobre propósito, pero también acompaña procesos que permitan a sus miembros crear, producir, innovar y servir, está cumpliendo con una misión integral.
Tal vez es hora de dejar de ver el crecimiento económico como un tema externo y comenzar a entenderlo como parte del terreno donde el Reino puede manifestarse. Porque una comunidad que prospera, con justicia y compasión, refleja el corazón del Rey.