Emaus

Era tarde, y el camino a Emaús se sentía más largo de lo normal. Dos discípulos caminaban cabizbajos, arrastrando no solo sus pies, sino también sus esperanzas rotas. Jesús había muerto. Con él, parecían haberse sepultado también sus sueños de redención.

Mientras hablaban de todo lo ocurrido, un desconocido se les unió. Les preguntó de qué hablaban, y ellos, sorprendidos, le contaron la historia como quien aún no sabe si llorar o seguir creyendo. “¿Acaso eres el único en Jerusalén que no sabe lo que pasó?”, le dijeron, sin imaginar que hablaban justo con el protagonista de aquel drama divino.

Aquel caminante comenzó a hablarles de las Escrituras. Desde Moisés hasta los profetas, todo apuntaba a que el Cristo debía sufrir, morir… y resucitar. Cada palabra era como chispa en leña seca. Algo en sus corazones comenzaba a arder, aunque aún no entendían por qué.

Al llegar al pueblo, lo invitaron a quedarse. Fue en la sencillez de la mesa que ocurrió lo milagroso. Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió… y en ese instante, sus ojos fueron abiertos. Lo reconocieron. Era Él. El Maestro. El Resucitado.

Y justo así como apareció, desapareció. Pero ellos ya no eran los mismos. Corrieron de regreso, con el corazón encendido, con la convicción renovada: ¡Jesús vive!

A veces, no necesitamos respuestas ni una gran comisión. Solo necesitamos saber que no estamos solos en el camino. Que Él camina con nosotros, incluso cuando no lo reconocemos. Que en el partir del pan cotidiano, se nos revela la presencia del Dios que resucita promesas mientras andamos por la vida.

Obed Diaz Rodriguez